Ciencia y Tecnología
El choque entre valencianos y turistas holandeses apunta a algo más peligroso: el hartazgo a vivir en parques temáticos

La palabra “turismofobia”, antaño vista como exageración mediática, pasó a describir de un tiempo a esta parte un clima real: primero fueron las marchas masivas y denuncias de alquileres inasumibles, luego el salto a otro tipo de presión (pistolas de agua, precintos simbólicos, intervención de terrazas) y después la extensión del malestar a territorios icónicos como Baleares, donde las protestas en plena temporada alta buscaban precisamente herir la visibilidad turística para señalar que el éxito cuantitativo había devenido en un “sinvivir”.
El último caso en Valencia revela que la situación está lejos de terminarse.
Valencia como síntoma. A esta hora el vídeo se ha hecho viral. El altercado entre turistas holandeses en bicicleta y jóvenes en el casco histórico de Valencia (insultos cruzados, bicis en el suelo, “tourists go home” frente a “fuck you”) ilustra que el conflicto ha bajado, si cabe, un escalón: ya no es solo representación política o protesta organizada, sino fricción directa en el espacio público saturado.
Recordaban en diario Levante que el vídeo no explica por sí solo el fondo. La plataforma vecinal contextualizó el incidente dentro de un acto por el desalojo de un espacio social, denunciando que la “violencia real” no es el grito sino el desalojo, el ruido, la saturación cotidiana y la conversión de bajos en monocultivo turístico. Las reacciones en redes (unas demonizando a los vecinos como bárbaros que empañan la imagen de acogida, otras pidiendo que “si no respetan, que no vengan”) confirman que el fenómeno ha entrado en una fase más polarizante, donde cada episodio sirve para reforzar narrativas de bando.
Cuando dejó de ser local. Las manifestaciones ocurridas por toda Europa este verano tenían un matiz nuevo: ya no eran ciudades aisladas en estallidos intermitentes sino una masa coordinada que protesta el mismo día, contra las mismas externalidades y con símbolos reconocibles en circulación.
Maletas arrastradas para hacer ruido, barcos de cartón como alegoría de cruceros o carteles en inglés dirigidos al emisario real del malestar hacían visible que para muchos el turismo dejó de ser solo dinero para pasar a ser conflicto estructural de uso del suelo, del aire, del agua, del sueño y de la renta disponible.
La vivienda como detonante. El hilo emocional que conecta Barcelona, Palma, Lisboa, Génova, Venecia o Marsella no es ideológico sino material: el núcleo duro es el precio de la vivienda y el desplazamiento social ligado a la monetización del metro cuadrado en clave turística. Cuando un piso convertido en alquiler vacacional duplica el ingreso potencial de alquilarlo a un residente, la estructura de incentivos expulsa población sin que medie mala intención individual.
Ese desplazamiento se vuelve más hiriente en contextos insulares o de casco histórico, donde la oferta no puede crecer sin lesionar patrimonio o paisaje, de modo que la presión es aritmética: cada turista alojado compite con un residente expulsado. Que el conflicto emerja en verano tampoco parece casual: el choque entre ocio externo y vida interna es máximo cuando el visitante exige velocidad, ruido, densidad y despreocupación, mientras el vecino pide sueño, sombra, paz y acceso a bienes básicos.
Globalización del hartazgo. Lo ocurrido este verano de 2025 (las protestas simultáneas en ciudades mediterráneas) prueba que el malestar dejó de ser aislado para convertirse en un patrón de región funcional en la que el Sur ha sido reconfigurado como patio recreativo del Norte. Las exigencias compartidas en todas las manifestaciones revelan un fin común: decrecimiento turístico, límites a cruceros, cupos a vuelos, moratorias a pisos turísticos, tasación del capital foráneo y veto a usos del suelo que externalizan costes.
Si se quiere también, la fuerza política del fenómeno no radica tanto en su radicalidad sino en que ya no es marginal: sectores sociales que no son militantes anti-sistema asumen que el turismo como monocultivo erosiona resiliencias cívicas básicas (mercado residencial, movilidad, acceso a servicios, empleo de calidad) y que el beneficio bruto del PIB no compensa la erosión de las condiciones de vida en los barrios donde el fenómeno se asienta físicamente.
Sin solución barata. Y en todas las ciudades la ecuación de fondo es similar: el turismo es ingreso fiscal, renta de exportación y empleo de entrada baja en un país que no ha generado sustitutos industriales equivalentes, pero su concentración territorial produce pérdidas sociales no internalizadas. La ironía es que limitarlo implica recortar PIB visible, pero no modificarlo implica destruir gradualmente la materia prima de la ciudad habitable.
Dicho de forma más sencilla, el éxito mata su propio fundamento. El arco mediterráneo pasó de competir por atraer visitantes en los años 90 y 2000 a coordinarse para contenerlos porque el contexto de referencia cambió: cuando el factor limitante era el empleo, el turismo era solución, pero cuando el factor limitante es el suelo y la vivienda, el turismo entra a formar parte del problema.
Futuro incierto. Así las cosas, sin intervención, el desenlace podría ser la consolidación silenciosa de dos ciudades paralelas conviviendo en el mismo lugar: una para turistas (abundante, prohibitiva, efímera, instagramer) y otra para residentes expulsados a coronas periféricas más económicas y peor servidas.
Ese patrón, de hecho, ya existe (Capo en Palermo convertido en parque gastronómico para visitantes, Ciutat Vella en Valencia comercializada, barrios de Palma convertidos en decorado) y su profundización tiende a convertirse en irreversible: cuando una calle pierde su comercio de base y sus alquileres basculan al turismo, y mientras no se encuentre una solución en los barrios que absorben dicho impacto, los vídeos como el de Valencia no serán anomalía, serán el síntoma.
Imagen | Zoetnet (Flickr)
En Xataka | Hace décadas las ciudades de Europa se unían para captar turistas. Hoy se alían para lo contrario: echarlos
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La noticia
El choque entre valencianos y turistas holandeses apunta a algo más peligroso: el hartazgo a vivir en parques temáticos
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Miguel Jorge
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La palabra “turismofobia”, antaño vista como exageración mediática, pasó a describir de un tiempo a esta parte un clima real: primero fueron las marchas masivas y denuncias de alquileres inasumibles, luego el salto a otro tipo de presión (pistolas de agua, precintos simbólicos, intervención de terrazas) y después la extensión del malestar a territorios icónicos como Baleares, donde las protestas en plena temporada alta buscaban precisamente herir la visibilidad turística para señalar que el éxito cuantitativo había devenido en un “sinvivir”.El último caso en Valencia revela que la situación está lejos de terminarse.Valencia como síntoma. A esta hora el vídeo se ha hecho viral. El altercado entre turistas holandeses en bicicleta y jóvenes en el casco histórico de Valencia (insultos cruzados, bicis en el suelo, “tourists go home” frente a “fuck you”) ilustra que el conflicto ha bajado, si cabe, un escalón: ya no es solo representación política o protesta organizada, sino fricción directa en el espacio público saturado. Recordaban en diario Levante que el vídeo no explica por sí solo el fondo. La plataforma vecinal contextualizó el incidente dentro de un acto por el desalojo de un espacio social, denunciando que la “violencia real” no es el grito sino el desalojo, el ruido, la saturación cotidiana y la conversión de bajos en monocultivo turístico. Las reacciones en redes (unas demonizando a los vecinos como bárbaros que empañan la imagen de acogida, otras pidiendo que “si no respetan, que no vengan”) confirman que el fenómeno ha entrado en una fase más polarizante, donde cada episodio sirve para reforzar narrativas de bando.
En Xataka
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Cuando dejó de ser local. Las manifestaciones ocurridas por toda Europa este verano tenían un matiz nuevo: ya no eran ciudades aisladas en estallidos intermitentes sino una masa coordinada que protesta el mismo día, contra las mismas externalidades y con símbolos reconocibles en circulación.Maletas arrastradas para hacer ruido, barcos de cartón como alegoría de cruceros o carteles en inglés dirigidos al emisario real del malestar hacían visible que para muchos el turismo dejó de ser solo dinero para pasar a ser conflicto estructural de uso del suelo, del aire, del agua, del sueño y de la renta disponible.
La vivienda como detonante. El hilo emocional que conecta Barcelona, Palma, Lisboa, Génova, Venecia o Marsella no es ideológico sino material: el núcleo duro es el precio de la vivienda y el desplazamiento social ligado a la monetización del metro cuadrado en clave turística. Cuando un piso convertido en alquiler vacacional duplica el ingreso potencial de alquilarlo a un residente, la estructura de incentivos expulsa población sin que medie mala intención individual. Ese desplazamiento se vuelve más hiriente en contextos insulares o de casco histórico, donde la oferta no puede crecer sin lesionar patrimonio o paisaje, de modo que la presión es aritmética: cada turista alojado compite con un residente expulsado. Que el conflicto emerja en verano tampoco parece casual: el choque entre ocio externo y vida interna es máximo cuando el visitante exige velocidad, ruido, densidad y despreocupación, mientras el vecino pide sueño, sombra, paz y acceso a bienes básicos.Globalización del hartazgo. Lo ocurrido este verano de 2025 (las protestas simultáneas en ciudades mediterráneas) prueba que el malestar dejó de ser aislado para convertirse en un patrón de región funcional en la que el Sur ha sido reconfigurado como patio recreativo del Norte. Las exigencias compartidas en todas las manifestaciones revelan un fin común: decrecimiento turístico, límites a cruceros, cupos a vuelos, moratorias a pisos turísticos, tasación del capital foráneo y veto a usos del suelo que externalizan costes. Si se quiere también, la fuerza política del fenómeno no radica tanto en su radicalidad sino en que ya no es marginal: sectores sociales que no son militantes anti-sistema asumen que el turismo como monocultivo erosiona resiliencias cívicas básicas (mercado residencial, movilidad, acceso a servicios, empleo de calidad) y que el beneficio bruto del PIB no compensa la erosión de las condiciones de vida en los barrios donde el fenómeno se asienta físicamente.
Sin solución barata. Y en todas las ciudades la ecuación de fondo es similar: el turismo es ingreso fiscal, renta de exportación y empleo de entrada baja en un país que no ha generado sustitutos industriales equivalentes, pero su concentración territorial produce pérdidas sociales no internalizadas. La ironía es que limitarlo implica recortar PIB visible, pero no modificarlo implica destruir gradualmente la materia prima de la ciudad habitable. Dicho de forma más sencilla, el éxito mata su propio fundamento. El arco mediterráneo pasó de competir por atraer visitantes en los años 90 y 2000 a coordinarse para contenerlos porque el contexto de referencia cambió: cuando el factor limitante era el empleo, el turismo era solución, pero cuando el factor limitante es el suelo y la vivienda, el turismo entra a formar parte del problema.
En Xataka
Ganó un concurso de arte con una imagen hecha con Midjourney. Ahora lucha en los tribunales por ser reconocido como artista
Futuro incierto. Así las cosas, sin intervención, el desenlace podría ser la consolidación silenciosa de dos ciudades paralelas conviviendo en el mismo lugar: una para turistas (abundante, prohibitiva, efímera, instagramer) y otra para residentes expulsados a coronas periféricas más económicas y peor servidas.Ese patrón, de hecho, ya existe (Capo en Palermo convertido en parque gastronómico para visitantes, Ciutat Vella en Valencia comercializada, barrios de Palma convertidos en decorado) y su profundización tiende a convertirse en irreversible: cuando una calle pierde su comercio de base y sus alquileres basculan al turismo, y mientras no se encuentre una solución en los barrios que absorben dicho impacto, los vídeos como el de Valencia no serán anomalía, serán el síntoma. Imagen | Zoetnet (Flickr)En Xataka | Hace décadas las ciudades de Europa se unían para captar turistas. Hoy se alían para lo contrario: echarlos En Xataka | El turismo español afronta el riesgo real de morir de éxito. Ya hay guías que desaconsejan tres de sus grandes destinos
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El choque entre valencianos y turistas holandeses apunta a algo más peligroso: el hartazgo a vivir en parques temáticos
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Miguel Jorge
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