Opiniones
El Espejo Peruano… Por Andrés Vander Horst Álvarez
<p><strong>El Espejo Peruano…</strong></p>
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<p>Por Andrés Vander Horst Álvarez</p>
<p>El fenómeno político que vive Perú es una de las expresiones más claras de cómo la inestabilidad puede convertirse en una cultura institucional. Durante más de dos décadas, el país ha transitado por un ciclo de gobiernos efímeros, presidentes destituidos o encarcelados y una ciudadanía descreída del poder. En lugar de fortalecer los contrapesos democráticos, el sistema ha transformado la figura presidencial en un blanco de desgaste permanente, debilitando la autoridad del Estado y erosionando la noción misma de gobierno.</p>
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<p>Las causas son profundas y estructurales. La primera —y quizá más decisiva— es la debilidad de los partidos políticos. En Perú, las organizaciones partidarias se construyen alrededor de liderazgos personales, no de proyectos ideológicos duraderos. Esa precariedad genera congresos fragmentados, sin mayorías estables ni compromisos programáticos. El resultado es un equilibrio imposible: el presidente gobierna sin respaldo y el Legislativo actúa más como instrumento de bloqueo que como poder de control. La vacancia por “incapacidad moral permanente”, una figura constitucional ambigua, se ha convertido en el mecanismo más eficaz de desestabilización. Su uso reiterado convierte el mandato presidencial en una negociación constante por la supervivencia.</p>
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<p>A ello se suma una cultura del escándalo que impregna la vida pública. Desde la era de Fujimori y Montesinos hasta los casos recientes de corrupción, la política peruana se mueve entre la sospecha y la denuncia. En un contexto saturado de desconfianza, el juicio moral reemplaza al jurídico y los medios amplifican la idea de que todo poder es culpable por definición. Cada presidente asume el cargo sabiendo que, tarde o temprano, será acusado, investigado o removido. La sociedad ha normalizado esa dinámica como parte natural de la democracia, sin advertir que lo que realmente se deteriora es el principio de autoridad.</p>
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<p>El populismo, alimentado por la frustración social, completa el cuadro. La elección de Pedro Castillo fue la respuesta emocional de un electorado cansado de las élites tradicionales. Pero su falta de experiencia institucional y el enfrentamiento constante con el Congreso precipitaron su caída. Su intento fallido de disolver el Legislativo mostró la precariedad de un sistema donde ningún poder puede ejercer sin ser desafiado por todos los demás. La posterior destitución de Dina Boluarte confirmó la tendencia: la presidencia se ha convertido en un cargo transitorio más que en una institución capaz de cohesionar al país.</p>
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<p>En ese contexto cobra sentido la advertencia que alguna vez hizo el expresidente Hipólito Mejía, cuando dijo que “los presidentes (y los expresidentes) no se tocan.” Y ojo, no digo que se deba blindar la corrupción ni justificar abusos del poder, sino entender que la figura presidencial debe ser tratada como un símbolo de cohesión y unidad nacional. La autoridad de un presidente no pertenece a la persona, sino al Estado que encarna. Cuando esa figura se degrada hasta el descrédito o la irrelevancia, lo que se erosiona no es solo el liderazgo político, sino la estabilidad institucional del país.</p>
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<p>El Perú muestra con dramatismo lo que ocurre cuando la política se convierte en un campo de demolición institucional. Los poderes se neutralizan, las reformas se paralizan y el ciudadano percibe que nadie gobierna. Mientras no se redefinan las reglas de convivencia entre poderes y se reconstruya un sistema de partidos responsable, Perú seguirá atrapado en el bucle de las destituciones y las decepciones.</p>
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<p>Cuando la presidencia deja de ser símbolo de autoridad y se convierte en un trofeo de coyuntura, el poder ya no ordena: simplemente se disuelve</p>
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