Ciencia y Tecnología
Hay 225 horas de Oktoberfest, pero solo 222 de cerveza. Las tres horas restantes son una espera agónica para Alemania

El 20 de septiembre fue el pistoletazo de salida del festival público más grande del mundo. Celebrado en Theresienwiese, Munich, todo en el Oktoberfest es hiperbólico, y los litros de alcohol y el tamaño de las cervezas que se van a despachar no serán menos. Sin embargo, pocos momentos definen mejor esas ansias de fiesta como la espera que ha tenido lugar antes del inicio de esta bacanal germana que totalizará 225 horas.
Son solo tres horas, 180 minutos, pero para la mayoría son una eternidad.
La espera ritual. Hay algo casi litúrgico en esas primeras horas sin cerveza del Oktoberfest, una tensión colectiva que recuerda la madrugada previa a una gran fiesta familiar, cuando se afinan los últimos detalles y la casa parece contener la respiración. En Múnich, en el prado de Theresienwiese, esa pausa se puebla de pretzels, refrescos y juegos de mesa, y de miles de cuerpos apiñados que han corrido, acampado o pagado por un hueco para asegurarse un sitio bajo las lonas de los grandes tendidos.
La ceremonia es sencilla y estricta: las puertas abren a las nueve, el recinto se llena de expectación y cansancio a partes iguales, y no es hasta que el alcalde empuña el tirador y clava el primer grifo a las doce en punto cuando la multitud exhala y la bebida, literal y simbólicamente, comienza a fluir. Esos minutos (tres horas exactas en las que la cerveza todavía es promesa) destilan una ansiedad deliciosa, los asistentes ocupan su lugar no por la bebida en sí, sino por la experiencia que la jarra hace posible: la música de banda, el baile sobre mesas, la conversación que se vuelve himno colectivo.
La mecánica social del primer tercio. La historia la recordaba este fin de semana el New York Times con motivo del inicio del multitudinario festival. El ritual de la espera revela también una economía no escrita y una coreografía social compleja: grupos que guardan horas en la cola, jóvenes que transforman su paciencia en ingresos vendiendo accesos, familias que juegan a las cartas para pasar el tiempo y camareras que, antes de convertirse en atletas de la servilleta y la jarra, son las guardianas de esa frontera temporal entre la emoción y la catarsis etílica.
Los asientos dentro de las carpas históricas raramente se reservan para el público general. La mayoría son primeras llegadas, y la competencia por una mesa buena puede implicar noches enteras en la calle. Dentro, se comparten historias, se tejen redes de compañerismo instantáneo, se compra un gran pretzel para simular compostura y se bebe prosecco en sorbos algo tímidos que son, en realidad, el prólogo. Y cuando la cuenta atrás llega a su final, la explosión es ordenada (estamos en Alemania): manos alzadas, canciones que emergen como olas y un ejército de camareras que, con precisión militar, empiezan a colocar litros de festbier sobre las mesas de madera.
Los números del Oktoberfest. Lo cierto es que el Oktoberfest no es solamente una fiesta: es un motor económico y un escenario cultural que mueve a locales y a millones de visitantes. El precio de una jarra puede parecer elevado para quien la mide en litros y céntimos, pero el valor real de la experiencia combina tradición, gastronomía y espectáculo.
Los jóvenes que repiten la visita año tras año forman parte de una generación que ve en el festival un rito estacional: un lugar para medir la resistencia y para encontrar comunidad. Al mismo tiempo, la demanda crea microeconomías: reventas de plazas en la fila, servicios improvisados, vendedores ambulantes que capitalizan la espera con pins o recuerdos y la industria hotelera que colapsa y se reconstruye alrededor de las fechas. El coste emocional y físico también pesa: la euforia posterior va acompañada del cansancio y del inevitable recuento de gastos y, por supuesto, resacas.
Rituales y prácticas. Las carpas, cada una con su personalidad y clientela (las históricas donde la tradición pesa, las preferidas por jóvenes, las que atraen a todo el mundo… ) son microcosmos con códigos propios. Allí se canta, se baila sobre las mesas, se comparte pan gigantesco y se consumen litros en una coreografía que requiere destreza: gestos medidos para no desbordar la jarra, despliegue de brindis sincronizados, saludos que cruzan idiomas.
El papel de las camareras es central; como decíamos, son el ejército invisible que mantiene el ritmo, uniendo fuerza física y memoria de rostros habituales. Y ese primer “¡O’zapft is!” (¡Ya está abierto!) no solo libera cerveza, libera la permisividad social: por unas horas, la regla no escrita del decoro se ablanda y la ciudad se permite bailar sobre mesas con la solemnidad de un carnaval.
Juventud, negocios y límites. Como en todo gran evento local, le acompañan los mismos males endémicos: jóvenes que monetizan su paciencia, revendedores que convierten la entrada temprana en negocio, y una tensión entre el turista que quiere el rito y el local que lo vive como consumo masivo.
Si se quiere, el fenómeno vuelve a recordar cómo las tradiciones, cuando se hacen globales, adquieren capas nuevas: se vuelven espectáculo, se comercializan y, a veces, se desfiguran. Sin embargo, también garantizan una continuidad: la gente que regresa cada año, las familias que transmiten atuendos y canciones, los empleados que ven en octubre su temporada más intensa. Es un equilibrio frágil entre autenticidad y la feria, entre patrimonio cultural y mercado global.
Euforia y memoria. Oktoberfest vive de esa transición (de la calma tensa a la euforia desbocada), y en esa marcha resumida posiblemente esté su encanto: no es la ingesta en sí lo que define el acontecimiento, sino el tejido social que se arma en torno a la espera. Es la experiencia colectiva donde el esperado gesto del alcalde, el primer grifo y la primera jarra hacen de catalizadores de una comunión temporal. Sensación de compartir algo que trasciende el vaso y se queda como memoria.
Y mientras algunos contabilizan litros, otros guardan anécdotas, pequeñas pruebas de que un festival puede ser simultáneamente industria, tradición y catarsis, aunque eso sí, siempre comenzando (como cada año) con la misma calma expectante de tres horas que anuncia, inevitable, las cervezas.
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Hay 225 horas de Oktoberfest, pero solo 222 de cerveza. Las tres horas restantes son una espera agónica para Alemania
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por
Miguel Jorge
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El 20 de septiembre fue el pistoletazo de salida del festival público más grande del mundo. Celebrado en Theresienwiese, Munich, todo en el Oktoberfest es hiperbólico, y los litros de alcohol y el tamaño de las cervezas que se van a despachar no serán menos. Sin embargo, pocos momentos definen mejor esas ansias de fiesta como la espera que ha tenido lugar antes del inicio de esta bacanal germana que totalizará 225 horas.Son solo tres horas, 180 minutos, pero para la mayoría son una eternidad. La espera ritual. Hay algo casi litúrgico en esas primeras horas sin cerveza del Oktoberfest, una tensión colectiva que recuerda la madrugada previa a una gran fiesta familiar, cuando se afinan los últimos detalles y la casa parece contener la respiración. En Múnich, en el prado de Theresienwiese, esa pausa se puebla de pretzels, refrescos y juegos de mesa, y de miles de cuerpos apiñados que han corrido, acampado o pagado por un hueco para asegurarse un sitio bajo las lonas de los grandes tendidos. La ceremonia es sencilla y estricta: las puertas abren a las nueve, el recinto se llena de expectación y cansancio a partes iguales, y no es hasta que el alcalde empuña el tirador y clava el primer grifo a las doce en punto cuando la multitud exhala y la bebida, literal y simbólicamente, comienza a fluir. Esos minutos (tres horas exactas en las que la cerveza todavía es promesa) destilan una ansiedad deliciosa, los asistentes ocupan su lugar no por la bebida en sí, sino por la experiencia que la jarra hace posible: la música de banda, el baile sobre mesas, la conversación que se vuelve himno colectivo.
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Los números del Oktoberfest. Lo cierto es que el Oktoberfest no es solamente una fiesta: es un motor económico y un escenario cultural que mueve a locales y a millones de visitantes. El precio de una jarra puede parecer elevado para quien la mide en litros y céntimos, pero el valor real de la experiencia combina tradición, gastronomía y espectáculo. Los jóvenes que repiten la visita año tras año forman parte de una generación que ve en el festival un rito estacional: un lugar para medir la resistencia y para encontrar comunidad. Al mismo tiempo, la demanda crea microeconomías: reventas de plazas en la fila, servicios improvisados, vendedores ambulantes que capitalizan la espera con pins o recuerdos y la industria hotelera que colapsa y se reconstruye alrededor de las fechas. El coste emocional y físico también pesa: la euforia posterior va acompañada del cansancio y del inevitable recuento de gastos y, por supuesto, resacas.
Rituales y prácticas. Las carpas, cada una con su personalidad y clientela (las históricas donde la tradición pesa, las preferidas por jóvenes, las que atraen a todo el mundo… ) son microcosmos con códigos propios. Allí se canta, se baila sobre las mesas, se comparte pan gigantesco y se consumen litros en una coreografía que requiere destreza: gestos medidos para no desbordar la jarra, despliegue de brindis sincronizados, saludos que cruzan idiomas.
El papel de las camareras es central; como decíamos, son el ejército invisible que mantiene el ritmo, uniendo fuerza física y memoria de rostros habituales. Y ese primer “¡O’zapft is!” (¡Ya está abierto!) no solo libera cerveza, libera la permisividad social: por unas horas, la regla no escrita del decoro se ablanda y la ciudad se permite bailar sobre mesas con la solemnidad de un carnaval.
Juventud, negocios y límites. Como en todo gran evento local, le acompañan los mismos males endémicos: jóvenes que monetizan su paciencia, revendedores que convierten la entrada temprana en negocio, y una tensión entre el turista que quiere el rito y el local que lo vive como consumo masivo. Si se quiere, el fenómeno vuelve a recordar cómo las tradiciones, cuando se hacen globales, adquieren capas nuevas: se vuelven espectáculo, se comercializan y, a veces, se desfiguran. Sin embargo, también garantizan una continuidad: la gente que regresa cada año, las familias que transmiten atuendos y canciones, los empleados que ven en octubre su temporada más intensa. Es un equilibrio frágil entre autenticidad y la feria, entre patrimonio cultural y mercado global.
En Xataka
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Euforia y memoria. Oktoberfest vive de esa transición (de la calma tensa a la euforia desbocada), y en esa marcha resumida posiblemente esté su encanto: no es la ingesta en sí lo que define el acontecimiento, sino el tejido social que se arma en torno a la espera. Es la experiencia colectiva donde el esperado gesto del alcalde, el primer grifo y la primera jarra hacen de catalizadores de una comunión temporal. Sensación de compartir algo que trasciende el vaso y se queda como memoria.Y mientras algunos contabilizan litros, otros guardan anécdotas, pequeñas pruebas de que un festival puede ser simultáneamente industria, tradición y catarsis, aunque eso sí, siempre comenzando (como cada año) con la misma calma expectante de tres horas que anuncia, inevitable, las cervezas. Imagen | Tammy Lo, RB PhotoEn Xataka | Ya puedes salir de fiesta con unas zapatillas que garantizan ser repelentes a la cerveza y al vómito En Xataka | No es que Alemania esté impulsando la jornada laboral de cuatro días, es que es el país que menos horas trabaja al año
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Hay 225 horas de Oktoberfest, pero solo 222 de cerveza. Las tres horas restantes son una espera agónica para Alemania
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Miguel Jorge
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