Ciencia y Tecnología
China quería convertir una aldea en un gran resort turístico. No contaba con la resistencia numantina de un vecino

De un tiempo a esta parte, la zona de Guizhou, en el centro de China, se ha convertido en el escenario de arquitecturas imposibles. De hecho, allí se encuentra una cadena montañosa imponente, pero también se ha levantado un puente tan alto que caben dos Torres Eiffel bajo él. No muy lejos de allí, una sola persona está levantando otra obra titánica: una especie de castillo ambulante.
Un desafío a la demolición. Lo contaba el fin de semana el New York Times. En una llanura de hierba alta en la provincia china de Guizhou, se alza una estructura que desafía las leyes de la física, el urbanismo y la mismísima burocracia. Compuesta por once pisos de habitaciones de madera rojiza encajadas unas sobre otras, sostenida por poleas, cubos de agua y columnas recicladas, la casa de Chen Tianming parece sacada de una novela ilustrada de Dr. Seuss o del mundo encantado de El castillo ambulante de Ghibli.
A simple vista, puede parecer una extravagancia frágil e improvisada, pero para su creador y habitante, de 43 años, representa una afirmación tenaz de libertad, identidad y resistencia frente al poder estatal. Desde el noveno piso, al que accede sin esfuerzo por escaleras caseras sin barandilla alguna, Chen observa los edificios de apartamentos uniformes donde sus antiguos vecinos fueron reubicados. Él eligió otro camino: uno vertical, personal y desafiante.
Arquitectura frente al desarraigo forzoso. Todo comenzó en 2018, cuando el gobierno de Xingyi anunció la demolición del pueblo natal de Chen para construir un resort. La oferta de compensación fue considerada irrisoria por su familia, que se negó a marcharse. Cuando las excavadoras comenzaron a destruir, Chen abandonó su trabajo de mensajero en Hangzhou y regresó para defender la casa de sus padres.
Inicialmente motivado por una lógica económica (la compensación dependía de la superficie construida), empezó a añadir pisos junto a su hermano utilizando materiales reciclados. Pero lo que empezó como una medida pragmática se convirtió en una obsesión personal. Piso tras piso, su casa creció con él, como una extensión física de su determinación a quedarse, resistir, y transformar una vivienda rural en una obra de arte habitada.
Y arquitectura como manifiesto. Mientras los funcionarios insistían en declarar ilegal la estructura y enviaban notificaciones de desalojo, Chen respondía con clavos, sogas y libros. El hombre había estudiado matemáticas antes de abandonar la universidad, y trabajó como vendedor de caligrafía, agente de seguros y repartidor, pero encontró en la construcción una forma de expresión que trascendía la utilidad.
Cada piso tenía una función o un símbolo: un rincón de lectura en el quinto, una casa de té al aire libre en el sexto, plantas colgantes y objetos suspendidos en el octavo, un dormitorio siempre más alto. Sus herramientas: escaleras, poleas, maderas viejas y su propio cuerpo. La casa se convirtió en diario, refugio y trinchera. Chen, que afirma sentirse “guardián de la aldea”, dedicaba sus mañanas a inspeccionar cada rincón y a reparar daños con soluciones tan ingeniosas como baldes de agua estratégicos y columnas elevadas por las ventanas.
Una historia familiar. A pesar del escepticismo de sus vecinos, que los acusan de egoísmo o insensatez, la familia Chen se ha unido en torno a esta estructura improbable. Sus padres, acostumbrados a recibir visitantes curiosos los fines de semana, aceptan con estoica paciencia la decisión de su hijo. Incluso su hermano ha sugerido adornar la casa con faroles por la noche.
Juntos han elegido el aislamiento frente al desprecio de los antiguos vecinos que se mudaron. Mientras tanto, la amenaza de demolición parece haberse desinflado: el proyecto del resort quedó congelado por falta de fondos, en una provincia marcada por desarrollos faraónicos inconclusos. Chen, sin embargo, sigue construyendo, no por necesidad ni ambición, sino porque dice que cada nuevo piso es un reto personal, una conquista íntima contra el tiempo y la entropía.
Legado incierto. Obviamente, la casa de Chen Tianming no está pensada para durar, y él lo sabe. Reconoce que, sin su mantenimiento constante, colapsaría en un par de años. Pero también afirma que mientras él esté en pie, su casa lo estará. Ha invertido poco más de 20.000 dólares en materiales y unos 4.000 en abogados. Sus gastos, qué duda cabe, no son los de un constructor profesional, sino más bien los de un artista de lo más terco.
Aunque el gobierno ha colocado un cartel advirtiendo de peligros estructurales, muchos vecinos expresan admiración ante la originalidad y voluntad plasmadas en la estructura. Puede que su construcción viole los códigos urbanísticos conocidos, pero encarna una forma de resistencia que muchos sienten como propia. “Si la derribaran, sería una pena”, contaban algunos al Times.
En una China en constante modernización forzada, la torre de Chen es más que un clavo: es toda una declaración de intensiones.
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La noticia
China quería convertir una aldea en un gran resort turístico. No contaba con la resistencia numantina de un vecino
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Miguel Jorge
.
De un tiempo a esta parte, la zona de Guizhou, en el centro de China, se ha convertido en el escenario de arquitecturas imposibles. De hecho, allí se encuentra una cadena montañosa imponente, pero también se ha levantado un puente tan alto que caben dos Torres Eiffel bajo él. No muy lejos de allí, una sola persona está levantando otra obra titánica: una especie de castillo ambulante.
Un desafío a la demolición. Lo contaba el fin de semana el New York Times. En una llanura de hierba alta en la provincia china de Guizhou, se alza una estructura que desafía las leyes de la física, el urbanismo y la mismísima burocracia. Compuesta por once pisos de habitaciones de madera rojiza encajadas unas sobre otras, sostenida por poleas, cubos de agua y columnas recicladas, la casa de Chen Tianming parece sacada de una novela ilustrada de Dr. Seuss o del mundo encantado de El castillo ambulante de Ghibli.
A simple vista, puede parecer una extravagancia frágil e improvisada, pero para su creador y habitante, de 43 años, representa una afirmación tenaz de libertad, identidad y resistencia frente al poder estatal. Desde el noveno piso, al que accede sin esfuerzo por escaleras caseras sin barandilla alguna, Chen observa los edificios de apartamentos uniformes donde sus antiguos vecinos fueron reubicados. Él eligió otro camino: uno vertical, personal y desafiante.
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Arquitectura frente al desarraigo forzoso. Todo comenzó en 2018, cuando el gobierno de Xingyi anunció la demolición del pueblo natal de Chen para construir un resort. La oferta de compensación fue considerada irrisoria por su familia, que se negó a marcharse. Cuando las excavadoras comenzaron a destruir, Chen abandonó su trabajo de mensajero en Hangzhou y regresó para defender la casa de sus padres.
Inicialmente motivado por una lógica económica (la compensación dependía de la superficie construida), empezó a añadir pisos junto a su hermano utilizando materiales reciclados. Pero lo que empezó como una medida pragmática se convirtió en una obsesión personal. Piso tras piso, su casa creció con él, como una extensión física de su determinación a quedarse, resistir, y transformar una vivienda rural en una obra de arte habitada.
Y arquitectura como manifiesto. Mientras los funcionarios insistían en declarar ilegal la estructura y enviaban notificaciones de desalojo, Chen respondía con clavos, sogas y libros. El hombre había estudiado matemáticas antes de abandonar la universidad, y trabajó como vendedor de caligrafía, agente de seguros y repartidor, pero encontró en la construcción una forma de expresión que trascendía la utilidad.
Cada piso tenía una función o un símbolo: un rincón de lectura en el quinto, una casa de té al aire libre en el sexto, plantas colgantes y objetos suspendidos en el octavo, un dormitorio siempre más alto. Sus herramientas: escaleras, poleas, maderas viejas y su propio cuerpo. La casa se convirtió en diario, refugio y trinchera. Chen, que afirma sentirse “guardián de la aldea”, dedicaba sus mañanas a inspeccionar cada rincón y a reparar daños con soluciones tan ingeniosas como baldes de agua estratégicos y columnas elevadas por las ventanas.
Una historia familiar. A pesar del escepticismo de sus vecinos, que los acusan de egoísmo o insensatez, la familia Chen se ha unido en torno a esta estructura improbable. Sus padres, acostumbrados a recibir visitantes curiosos los fines de semana, aceptan con estoica paciencia la decisión de su hijo. Incluso su hermano ha sugerido adornar la casa con faroles por la noche.
Juntos han elegido el aislamiento frente al desprecio de los antiguos vecinos que se mudaron. Mientras tanto, la amenaza de demolición parece haberse desinflado: el proyecto del resort quedó congelado por falta de fondos, en una provincia marcada por desarrollos faraónicos inconclusos. Chen, sin embargo, sigue construyendo, no por necesidad ni ambición, sino porque dice que cada nuevo piso es un reto personal, una conquista íntima contra el tiempo y la entropía.
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Aunque el gobierno ha colocado un cartel advirtiendo de peligros estructurales, muchos vecinos expresan admiración ante la originalidad y voluntad plasmadas en la estructura. Puede que su construcción viole los códigos urbanísticos conocidos, pero encarna una forma de resistencia que muchos sienten como propia. “Si la derribaran, sería una pena”, contaban algunos al Times.
En una China en constante modernización forzada, la torre de Chen es más que un clavo: es toda una declaración de intensiones.
Imagen | Azylber, YouTube
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