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El GRAN ENGAÑO por Marc Vidal: «cómo las ÉLITES FABRICAN las CRISIS para MANIPULARNOS y ENRIQUECERSE»

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El GRAN ENGAÑO: cómo las ÉLITES FABRICAN las CRISIS para MANIPULARNOS y ENRIQUECERSE

En el año 33 después de Cristo, Roma sufrió lo que muchos consideran la primera crisis crediticia documentada. La austeridad monetaria impuesta por Tiberio, sumada a una estricta aplicación de la antigua Lex Lulia, provocó una repentina contracción del crédito y un desplome en el valor de las tierras, llevando a la ruina a prestamistas y deudores por igual. Ese periodo, que obligó al emperador a intervenir inyectando liquidez pública para restablecer la estabilidad económica, nos revela patrones que se repiten una y otra vez en la historia financiera.

De este modo, la antigua crisis romana no solo anticipa los mecanismos modernos de intervención estatal, sino que también nos recuerda una incómoda verdad sobre el poder económico: que muchas crisis no son simplemente accidentes desafortunados. En el amplio teatro de la economía global, las caídas bursátiles se presentan a menudo como fenómenos naturales, inevitables, tormentas económicas que aparecen y desaparecen siguiendo ciclos incomprensibles para el ciudadano común. Sin embargo, bajo esa narrativa, yo diría que simplista, se esconde una realidad mucho más inquietante: la posibilidad de que estas crisis sean instrumentos cuidadosamente diseñados para reconfigurar el panorama socioeconómico y así redistribuir el poder.

Quédate, porque vamos a examinar si todo lo que está pasando ahora mismo es tan inesperado como nos dicen, o si se esconde algo más sofisticado y preparado. No te vayas, porque lo de hoy también te interesa.

El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Eso lo escribió Lord Acton en 1887, y es una máxima que resuena con particular fuerza en los mercados financieros contemporáneos. Cada desplome bursátil puede interpretarse como un sofisticado test para medir la obediencia colectiva de la sociedad. Cuando los índices se desploman y el pánico se apodera de los inversores, se abre una ventana de oportunidad para implementar —ojo con eso— políticas que en circunstancias normales encontrarían una resistencia significativa.

Ese fenómeno, que de alguna manera podríamos denominar capitalismo del shock —término inspirado en el concepto de doctrina del shock acuñado por Naomi Klein— opera bajo un principio muy simple pero efectivo: utilizar momentos de crisis colectiva para avanzar agendas que benefician desproporcionadamente a una minoría privilegiada. Durante estos periodos de vulnerabilidad económica, la ciudadanía, agradecida por cualquier signo de “recuperación” (siempre se utiliza esa palabra), tiende a entregar libertades a cambio de promesas de estabilidad. Y así se consolida su dependencia del sistema.

Hasta ahora podríamos decir que hemos visto cómo las crisis bursátiles pueden funcionar como catalizadores en transformaciones socioeconómicas. Eso lo hemos visto en múltiples contenidos que he subido aquí. Pero lo que viene ahora revelaría el papel crucial de los medios de comunicación en ese proceso.

Porque ¿qué pasaría si reconociéramos que la narrativa mediática sobre estas crisis suele estar cuidadosamente diseñada, como las propias crisis? Como las crisis mismas. Los grandes medios de comunicación —la mayoría de las veces, muchos de ellos son propiedad de los mismos conglomerados financieros que se benefician de estas fluctuaciones— construyen obviamente explicaciones simplistas y muchas veces direccionadas: la culpa es de China, o de que Trump se ha vuelto loco, o todo es consecuencia de la inflación.

Todas esas narrativas funcionan como cortinas de humo que desvían la atención de las verdaderas dinámicas de poder que operan tras las bambalinas. El término “inflación”, por ejemplo, merece una explicación —yo diría— detallada. La inflación representa el aumento generalizado y sostenido de los precios de bienes y servicios en una economía durante un periodo determinado. Hasta aquí estamos de acuerdo. Pero cuando los medios atribuyen una crisis a la inflación, están simplificando un fenómeno que es extraordinariamente complejo y en el que intervienen múltiples actores e intereses.

Esa simplificación no es inocente: transforma un proceso político y económico, con responsables concretos y beneficiarios específicos, en una especie de fenómeno natural inevitable, similar a un terremoto o una tormenta. Como si mira, ha venido y ya está.

La inflación actúa como un gigantesco mecanismo de transferencia de rentas, porque erosiona el valor real del dinero que poseen unos, y al mismo tiempo favorece a quienes están endeudados o disponen de activos cuyo precio sube con los precios generales. En primer lugar, los que sufren son los ahorradores: familias, pensionistas o pequeños inversores que ven cómo sus depósitos o sus activos de protección pierden poder adquisitivo. Lo que ayer compraba una cesta de bienes, hoy exige muchos más euros, dólares o lempiras. Esa pérdida es una especie de impuesto oficial, un impuesto encubierto.

El Estado y los grandes deudores se benefician de tener que devolver, en términos reales, menos de lo que pidieron prestado. Y que sea el Estado el mayor beneficiario de la inflación debería hacernos pensar como mínimo que esto es raro, ¿no?

Lo que rara vez se menciona en esos episodios de volatilidad extrema es que están perfectamente orquestados. Y es que la hipótesis de la manipulación del mercado sugeriría que ciertos actores con suficiente poder financiero —y a veces incluso político— pueden influir en los mercados para provocar caídas o repuntes según convenga a sus intereses. Esa manipulación puede ocurrir a través de diversas estrategias: desde grandes operaciones coordinadas de venta en corto, hasta la difusión estratégica de información que genere pánico… o euforia, depende.

Lo estamos viviendo, ¿eh? Mientras el ciudadano medio sufre las consecuencias directas de estas turbulencias económicas —pérdida de ahorros, despidos, precarización laboral—, curiosamente los grandes actores financieros ejecutan movimientos estratégicos en la sombra. Ese periodo de confusión general se convierte en la mayor oportunidad: una oportunidad dorada para la acumulación de activos a precios deprimidos, la negociación de acuerdos ventajosos, y la promoción de legislaciones favorables a esos intereses.

El economista Joseph Schumpeter popularizó el concepto de destrucción creativa como un proceso esencial del capitalismo, en el que lo viejo es continuamente destruido y reemplazado por lo nuevo. Sin embargo, lo que presenciamos en las crisis financieras contemporáneas parece seguir un patrón algo más siniestro: crisis, miedo, control, acumulación, repetición.

Ese ciclo perpetuo representa una destrucción creativa, sí, pero que beneficia muy poquito al conjunto de la sociedad. Es más bien un mecanismo de transferencia sistemática de riqueza y poder. Cada recesión se convierte en una oportunidad para que las élites económicas se regeneren y se fortalezcan, mientras que el ciudadano común experimenta un debilitamiento progresivo de su posición socioeconómica, aunque no lo parezca. Esa es la clave para comprender la magnitud de este fenómeno.

Bastaría observar algunos datos. Investigaciones de algunos economistas, como Thomas Piketty y Emmanuel Saez —que no son santos de mi devoción, pero que tienen sentido en lo que dicen—, apuntan que la recuperación posterior a la crisis financiera de 2008 benefició desproporcionadamente al 1% más rico de la población, mientras que la mayoría experimentó una recuperación lenta o inexistente.

Este patrón de recuperación desigual no es un accidente: es el resultado natural de cómo están diseñados los mecanismos de respuesta a cualquier crisis, incluso esas que dicen que son de «justicia social».

Pues bien, si hasta ahora hemos visto cómo las crisis financieras pueden ser manipuladas para servir a intereses particulares —incluso a intereses estatales—, ¿qué pasaría si analizamos el papel de los bancos centrales en ese entramado de poder?

Porque los bancos centrales, como la Reserva Federal de Estados Unidos, el Banco Central Europeo, el Banco de Inglaterra, el de Japón, desempeñan un papel crucial en la gestión de crisis financieras. Lo hacen a través de mecanismos como la fijación de tasas de interés, la expansión cuantitativa (quantitative easing), y el rescate de entidades consideradas “demasiado grandes para caer”.

Esas instituciones tienen un poder enorme para determinar quiénes son los ganadores y los perdedores en cada periodo de turbulencia económica. De esto, Tiberio el romano sabía muchísimo.

La expansión cuantitativa —que suena muy técnico— consiste en la creación de dinero por parte de un banco central para comprar activos financieros, principalmente bonos gubernamentales y corporativos. Esa inyección de liquidez, presentada como una medida necesaria para estabilizar la economía, tiene efectos distributivos profundamente desiguales.

Inflaciona los precios de los activos financieros, beneficiando a quienes los poseen —típicamente, los más adinerados—, y diluye el valor del dinero en efectivo, afectando principalmente a quienes dependen de salarios fijos o de ahorros modestos.

¿Se va entendiendo, verdad? Como observó otro economista del que no soy muy fan, John Maynard Keynes: no hay medio más sutil y seguro para subvertir las bases de la sociedad que corromper la moneda. El proceso compromete todas las fuerzas ocultas de las leyes económicas en el lado de la destrucción, y lo hace de una manera que ni uno entre un millón es capaz de diagnosticar.

Esa es la clave.

Ahí aparecen doctrinas como la doctrina Trump, que responde a una realidad económica fundamental que ya se definió en Estados Unidos desde 1968. Es un buen ejemplo. Su persistente déficit comercial con el resto del mundo es la clave. Porque ese déficit comercial no es accidental, es estructural.

Estados Unidos, como principal consumidor global, emite constantemente dólares al extranjero. Estamos dolarizados, ya que todas sus compras internacionales se realizan en su propia moneda. Ese mecanismo ha creado un mundo dolarizado que otorga a Estados Unidos una ventaja única: mientras el dólar se mantenga relativamente débil, su economía puede mantener precios competitivos a nivel global.

Eso es lo que está pasando. Un dólar excesivamente fuerte, por el contrario, erosionaría la competitividad de Estados Unidos frente a economías emergentes como la china, y acabaría devastando su base industrial. Además, dispararía el desempleo en aquel país.

Por eso, la administración Trump parece haber diseñado una estrategia multifacética para abordar esos desafíos estructurales. Independientemente de lo que pensemos de él, está aprovechando los dos activos que aún le otorgan ventaja a Estados Unidos: el control del sistema financiero mundial y su poderío militar. Que también lo utiliza.

Esa estrategia puede desglosarse en varios componentes que están interrelacionados:

Primero, la amenaza arancelaria como palanca negociadora. Los aranceles a China y las amenazas de medidas similares a todo el mundo no son meramente proteccionistas. Representan una herramienta de presión sobre países que dependen del mercado estadounidense. Un colapso de ventas en Estados Unidos —el mayor consumidor mundial— provocaría recesiones en economías muy exportadoras como Alemania o parte de Europa, y le otorga a Washington una posición negociadora ventajosa, especialmente frente a países emergentes.

Segundo, la monetización de la seguridad. La sugerencia de que los países que albergan bases militares estadounidenses deben pagar por esa protección responde a la necesidad de financiar el enorme déficit acumulado por las campañas bélicas. Esa «factura por seguridad» representa un intento de transformar activos militares en flujos financieros.

Tercero, crear un clima de incertidumbre global. La combinación de amenazas arancelarias y la insinuación de retirada de compromisos de seguridad genera un entorno de ansiedad económica y geopolítica. Hoy mismo hay noticias que aseguran que Rusia está otra vez amenazando. Ese clima de incertidumbre posiciona a Estados Unidos como el garante indispensable de la estabilidad global, permitiéndole negociar desde una posición de mayor fuerza.

Cuarto, las condiciones para la nueva estabilidad. Para evitar la recesión global y mantener la protección estadounidense, los socios deberán aumentar significativamente su contribución a la OTAN, adquirir deuda en monedas nacionales para reducir la presión sobre el dólar, y aceptar menores intereses sobre la deuda estadounidense. Ya veremos cómo lo hacen.

Quinto y último, atraer inversión directa. Mientras se desarrollan todas esas negociaciones, las amenazas arancelarias generan incentivos para que compañías extranjeras establezcan operaciones en el territorio estadounidense, incrementando la inversión extranjera directa y fortaleciendo la base industrial doméstica.

Pues bien, si hasta ahora hemos visto cómo las crisis financieras operan como mecanismos de concentración de poder, con esos pasos que acabo de explicar en el caso de Estados Unidos, ¿qué pasaría si analizamos esas turbulencias financieras no solo como crisis aisladas, sino como batallas de una guerra mucho más amplia por el liderazgo económico mundial?

Ya no es solo empobrecernos. Es liderar.

Porque la confrontación entre Estados Unidos y China por la supremacía económica representa uno de los ejes fundamentales de la geopolítica contemporánea. Y los resultados preliminares de esa batalla, de momento, son sorprendentes: China ya le vende más al mundo que Estados Unidos, depende cada vez menos del mercado estadounidense, y está construyendo activamente un orden comercial alternativo.

Mientras tanto, Estados Unidos continúa dependiendo del predominio del dólar y de estructuras económicas que reflejan más el pasado que el futuro.

Frente a ese panorama de manipulación financiera y reconfiguración geopolítica, cabe preguntarse: ¿existen alternativas viables para los ciudadanos comunes atrapados en medio de estas dinámicas de poder?

Porque las crisis financieras, lejos de ser fenómenos naturales inevitables, —repito— no salen porque sí. Pueden entenderse como eventos diseñados o, al menos, aprovechados en tiempo real para reconfigurar el panorama socioeconómico y geopolítico global.

Reconocer esta dimensión sería el primer paso para comprender las transformaciones fundamentales que ahora mismo están pasando a nuestro alrededor. Mientras la gente pasea y piensa en sus cosas, eso está pasando en ese gran juego geoeconómico.

Descifrar el código de la manipulación financiera y comprender las estrategias de los principales actores sería el primer paso para recuperar cierta capacidad de decidir colectivamente nuestro destino económico. El de cada uno de nosotros.

Ya sea que presenciemos el ocaso de un orden centrado en Estados Unidos o simplemente estemos viendo la transformación del mundo hacia un sistema más equilibrado —vete tú a saber—, lo cierto es que esas turbulencias financieras y todo lo que está pasando no son simples crisis. Son parte del diseño.

Un diseño para empobrecernos, hacernos dependientes, y que encima no nos demos cuenta. Porque todo «va bien», somos «más ricos». Una guerra económica donde se decide quién liderará la economía del siglo XXI. Y donde ya se ha decidido quiénes van a caer en cada una de las batallas: nosotros.

No puede ser casualidad. Porque en medio de todo eso, estamos nosotros.

Por eso es tan importante no bajar la cabeza, no aceptar el tazón de cloroformo matinal, e ir preparando las latas de combustible inflamable. Está llegando el momento de dejarse de miramientos.

Vivimos rodeados de pantallas luminosas y escaparates que se romperían con una pedrada. Pedradas que, por cierto, no les afectarían a los diseñadores de todo este barrizal.

Las gráficas macroeconómicas proclaman ahora mismo —qué curioso— récords de riqueza, mientras llenamos carritos digitales con un simple clic. Sin embargo, bajo ese brillo se esconde una penuria muy profunda: la del espíritu, la de los valores. Y esa es la que deberíamos evitar.

Dependemos de créditos que nos encadenan, de plataformas que mercadean con nuestra atención, y de élites financieras y políticas que ordeñan cada gota de nuestro esfuerzo mientras nos repiten que todo va bien. Todo va mejor.

Imaginemos entonces cuánto más alto podríamos volar si ese tributo invisible que estamos ofreciendo dejara de drenarnos la vida. Cuánto más noble y libre sería nuestra existencia si el progreso no fuera la merienda de unos cuantos y la avaricia de unos pocos.

Que no nos engañe el espejismo de la abundancia.

Decía: Saece imperari maximum imperium est —la verdadera riqueza nace donde la voluntad no se alquila ni el juicio se compra.

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