Con cada nueva temporada de Black Mirror, no puedo evitar recordar lo que sentí cuando descubrí la serie allá por 2011 -o quizás unos años más tarde, cuando traspasó las fronteras de su Reino Unido natal-. Era una época en la que no había plataformas de ‘streaming’ y si queríamos encontrar algo más original teníamos que sacarnos nosotros mismos las castañas del fuego. Por eso ese primer episodio en el que el primer ministro británico tiene que mantener relaciones sexuales con un cerdo me voló la cabeza.
Lamento ponerme nostálgica, pero cada vez que me pongo a ver episodios nuevos trato de recuperar esa sensación de desconcierto ante lo que estaba viendo pero satisfacción absoluta por la frescura de la propuesta. Más de 10 años y 34 episodios después, solo he vuelto a sentirla en una ocasión: con la película interactiva Bandersnatch. El resto de entregas, aunque me han entretenido y han mantenido mi atención, no han despertado lo mismo en mí.
Y llegamos entonces a mi reflexión acerca de la temporada 7 de Black Mirror, que ya está disponible en Netflix. Los 6 nuevos episodios están bien. Algunos muy bien. Unos realmente consiguen revolverte el estómago si te pones en la misma posición que los protagonistas. Otros son más aburridos, pero siempre ofrecen uno de esos giros inesperados marca de la casa. Es, en definitiva, una miniserie que vale la pena el visionado y que destaca en el catálogo de Netflix, pero, ¿sigue teniendo la misma relevancia que tenía antes?
Los nuevos capítulos de Black Mirror están relacionados con IA, metaverso o realidades paralelas. En este sentido, Brooker sigue manteniendo intacta su conexión con las preocupaciones actuales.
Si por algo se hizo tan viral la serie de Channel 4 fue porque nos daba en las narices con sus críticas hacia situaciones de las que ni siquiera nos habíamos dado cuenta. Con ‘Quince millones de méritos’ se reía de cómo estábamos inmersos en un sistema que nos esclavizaba para seguir dentro del mismo y, aún cuando alguien intentaba alzar la voz, terminaba beneficiando a los mismos; con ‘Caída en picado’ nos abría los ojos ante la obsesión de algunas personas por recibir ‘Me gusta’ en redes sociales; y en ‘Odio nacional’ hablaba de las oleadas de odio que hay en internet, mucho antes de la cultura de la cancelación que vivimos hoy.

Netflix
Brooker -quien ha escrito todos los episodios de Black Mirror excepto uno que cedió a Jesse Armstrong, creador de Succession– fue uno de los primeros en avisarnos de los peligros de la tecnología -así nació la serie y su título es, literalmente ‘pantalla negra’ por el uso de dispositivos electrónicos- y, aunque siempre ha dado en el clavo y continúa haciéndolo, ya hay otros que lo hacen, provocando que su mensaje se pierda en mitad del ruido.
Hablamos, en mayor o menor medida de Devs, creada por Alex Garland sobre una compañía tecnológica de moral difusa; Westworld, donde existe un mundo paralelo en el que dar rienda suelta a tus fantasías más salvajes; Upload, una comedia que presenta un mundo virtual al que vas después de morir solo si tienes dinero; o, sin ir más lejos, Cassandra, un estreno reciente de Netflix sobre una asistente virtual con malas intenciones. Todos van en la misma línea que Brooker y, aunque es una noticia maravillosa para los fans del género, disminuye el impacto de los episodios de Black Mirror.
Cerrando el tema. La temporada 7 de Black Mirror está en un nivel medio-superior dentro del universo de la serie. No es tan sorprendente como los primeros capítulos, tampoco baja al nivel de la quinta temporada -que, con los episodios ‘Striking Vipers’, ‘Añicos’ y ‘Rachel, Jack y Ashley Too’, es la peor época-, pero se aleja un poco de joyas como ‘Blanca Navidad’ o ‘Beyond the sea’.
Todo esto para decir que Black Mirror sigue molando.