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Terremoto Geopolítico y un Papado en tiempos de incertidumbre: «El Mundo ante el delicado estado de salud del Papa Francisco»

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La Iglesia Católica en la encrucijada: expectativa global ante un nuevo Papa

La frágil salud del papa Francisco enciende las alarmas en el Vaticano y en el mundo. Un cónclave podría ser inminente, colocando a la Iglesia Católica ante decisiones históricas en plena tensión geopolítica global.

Por Luis Rosario
02 Marzo 2025
República Dominicana

Contexto geopolítico actual: un papado en tiempos de incertidumbre
La Iglesia Católica se encuentra navegando un panorama mundial complejo mientras el pontificado de Francisco se acerca a su ocaso. A sus 88 años, el papa Francisco —el más anciano en un siglo— arrastra problemas de salud que han derivado en hospitalizaciones por complicaciones respiratorias en los últimos años​. Su estado físico ha reavivado las conjeturas sobre una posible renuncia al estilo de su predecesor Benedicto XVI, aunque él mismo no ha dado indicios claros de querer dimitir​. Recientes informes incluso hablaron de una infección pulmonar que lo mantuvo ingresado doce días en el hospital Gemelli de Roma, calificada por el Vaticano como “compleja” aunque estable​. Si bien Francisco mantiene la lucidez y continúa cumpliendo con sus deberes en la medida de lo posible, la realidad de su frágil salud ha puesto al Vaticano en estado de preparación ante un eventual cónclave.

Este posible fin de ciclo ocurre en un mundo tensionado por una nueva configuración de poder tripolar. Estados Unidos, China y Rusia se erigen como ejes de influencia global, cada uno con agendas a veces contrapuestas, lo que desafía a la diplomacia vaticana. Francisco, con su estilo directo y pastoral, ha intentado posicionar a la Santa Sede como voz moral independiente y puente entre las potencias. Observadores destacan que el Papa argentino actuó como un contrapeso internacional frente a políticas aislacionistas que debilitan el multilateralismo, especialmente durante el auge del nacionalismo en años recientes​. Bajo su liderazgo, el Vaticano ha abogado constantemente por el diálogo y la cooperación global, desmarcándose de alineamientos políticos rígidos.

Las tensiones internacionales actuales ponen a prueba esa postura. La guerra en Ucrania es un ejemplo claro: el Papa ha definido el conflicto como parte de una “Tercera Guerra Mundial en fragmentos” y ha ofrecido la mediación de la Iglesia para buscar la paz. De hecho, Francisco envió al cardenal italiano Matteo Zuppi como emisario a Kiev, Moscú, Washington e incluso Pekín, en una inusual misión humanitaria para aliviar el sufrimiento de civiles y abrir caminos de diálogo. Sin embargo, hasta ahora los intentos vaticanos de influir en procesos de paz, tanto en Ucrania como en otras crisis (por ejemplo, el reciente conflicto en Gaza), no han rendido frutos tangibles e incluso han enfrentado críticas de ambos bandos. Aun así, la Santa Sede persiste en presentarse como árbitro neutral y agente de paz, fiel a su tradición diplomática.

El nuevo orden tripolar también involucra desafíos de largo plazo. Con China, Francisco dio un paso histórico al firmar en 2018 un acuerdo provisional sobre el nombramiento de obispos un gesto sin precedentes destinado a cerrar décadas de ruptura entre la Iglesia oficial y la clandestina en territorio chino​.

Aunque ese acuerdo ha sido polémico y de resultados modestos, demuestra la voluntad de Roma de adaptarse pragmáticamente a la realidad de una superpotencia donde millones de católicos viven su fe bajo un régimen comunista. En cuanto a Rusia, el Papa ha mantenido puentes con el Patriarcado Ortodoxo de Moscú (incluida una reunión histórica con el Patriarca Kirill en 2016) y ha equilibrado sus mensajes sobre la guerra: condenando el sufrimiento y la destrucción, pero evitando demonizar abiertamente a Rusia en busca de no cerrar la puerta al diálogo. Mientras tanto, con Estados Unidos —potencia tradicionalmente cercana al Vaticano en ciertas causas— Francisco ha tenido una relación cordial pero franca. No ha dudado en criticar posturas unilaterales de Washington, a la vez que colaboró en causas comunes: la Santa Sede medió discretamente en el acercamiento entre EE.UU. y Cuba en 2014, y ha instado conjuntamente con líderes estadounidenses a la defensa de los derechos humanos y la libertad religiosa en el mundo​. En este tablero global, el próximo Papa heredará las delicadas relaciones tejidas por Francisco con las grandes potencias, y deberá definir cómo posicionarse ante ellas sin comprometer la misión espiritual de la Iglesia.

Por otra parte, el pontificado de Francisco ha puesto a la Iglesia en primera línea de los grandes debates globales. Temas como el cambio climático, las migraciones masivas, la desigualdad social o el diálogo interreligioso han sido centrales en su agenda, moldeando la imagen internacional de la Iglesia. Francisco se erigió en defensor de la “casa común” al publicar la encíclica Laudato si’ en 2015, un llamado urgente a cuidar el planeta que vinculó la crisis ecológica con la crisis moral y social​. “El clima es un bien común, de todos y para todos”, escribió el Papa, alertando sobre las “raíces humanas” del deterioro ambiental y la necesidad de cambiar los paradigmas de consumo y desarrollo​. Sus palabras calaron hondo en foros internacionales, al punto que líderes mundiales, como el entonces vicepresidente estadounidense Joe Biden, elogiaron su liderazgo moral frente a la crisis climática y la pobreza​.

Asimismo, en materia de migración y derechos humanos, Francisco ha sido quizá la voz más comprometida entre los líderes globales. Apenas cuatro meses después de asumir, viajó a la isla italiana de Lampedusa para denunciar la “globalización de la indiferencia” ante la tragedia de miles de migrantes ahogados en el Mediterráneo​. Ese gesto inicial marcó el tono de su pontificado: ha abogado sin descanso por los refugiados de guerra, los migrantes económicos y las víctimas de trata, pidiendo a gobiernos y sociedades que abran sus puertas y corazones. En cada encuentro con jefes de Estado, ya fuera en Europa, América o Asia, el Papa puso sobre la mesa la responsabilidad compartida de acoger a quienes huyen del hambre y la violencia​. Del mismo modo, ha sido contundente en la defensa de los derechos humanos universales, incluyendo la libertad religiosa, y en condenar la persecución de minorías —desde cristianos en Medio Oriente hasta musulmanes rohinyá en Myanmar.

En el ámbito del diálogo interreligioso, Francisco profundizó un camino de acercamiento especialmente con el Islam. En 2019 firmó en Abu Dabi junto al Gran Imán de Al-Azhar un histórico Documento sobre la Fraternidad Humana, llamando a cristianos y musulmanes a caminar juntos por la paz. También realizó una peregrinación sin precedentes a la península arábiga y otra a Irak, donde se reunió con el gran ayatolá chií Al-Sistani, en un esfuerzo por sanar siglos de desconfianza entre religiones. Bajo su guía, el Vaticano reforzó lazos con el mundo judío, budista y otras confesiones, promoviendo encuentros fraternos y oraciones por la paz conjuntas. Todo esto ha posicionado al catolicismo como actor clave en la diplomacia moral global, más allá de su feligresía.

Este es el contexto que enmarca la inminente elección de un nuevo Papa: una Iglesia involucrada en los grandes temas de la humanidad, en medio de un equilibrio geopolítico frágil. Los ojos del mundo, creyentes o no, estarán puestos en cómo la institución religiosa más grande del planeta afrontará la transición de liderazgo en un momento tan delicado.

Implicaciones de la elección de un nuevo Papa: política vaticana y esperanzas globales

La posible elección de un nuevo Pontífice no solo es un evento espiritual; también conlleva significativas implicaciones políticas, tanto dentro del Vaticano como en la arena internacional. ¿Hacia dónde conducirá el nuevo Papa el timón de la Iglesia? Esta es la pregunta que se hacen millones de fieles, analistas y líderes mundiales.

En primer lugar, la política interna vaticana podría experimentar cambios importantes. Francisco emprendió una agenda reformista durante sus 11 años de pontificado, reestructurando finanzas, enfrentando la pederastia clerical con nuevas leyes, y remodelando la Curia Romana con una nueva Constitución Apostólica que buscó hacerla más eficiente y enfocada en el servicio pastoral​. Además, creó un colegio cardenalicio diverso, dando mayor voz a Iglesias de Asia, África y Latinoamérica, rompiendo con la tradicional hegemonía europea (especialmente italiana) en las altas esferas​. Un nuevo Papa deberá decidir cuánto de ese legado mantener y qué rumbo tomar en asuntos pendientes. Por ejemplo, está en marcha un sínodo global sobre la sinodalidad —un proceso para que la toma de decisiones en la Iglesia sea más descentralizada y participativa— cuyos resultados finales se esperan para 2024-2025. La actitud del próximo Pontífice hacia este sínodo será determinante: podría consolidar esa apertura a la colegialidad o frenarla si adopta una visión más vertical de la autoridad.

Otro frente interno es la continuación de la tolerancia cero contra los abusos sexuales y la corrupción. Francisco estableció estructuras y procedimientos para combatir estos escándalos que habían mermado la credibilidad eclesial. Aun así, críticos señalan que queda mucho por hacer para traducir las normas en cambios culturales profundos dentro del clero. Un Papa más conservador podría priorizar la unidad doctrinal por encima de estas reformas administrativas, mientras que uno de línea progresista seguramente afianzaría estos esfuerzos de limpieza y transparencia, sabiendo que la reputación moral de la Iglesia en buena medida depende de ello.

A nivel global, los diferentes bloques geográficos del catolicismo proyectan sus propias esperanzas sobre el sucesor de Francisco. En Europa, donde la secularización avanza y la influencia pública de la Iglesia ha menguado, muchos fieles anhelan un líder capaz de revitalizar la fe en el viejo continente sin entrar en confrontación con los valores democráticos modernos. Líderes políticos europeos, incluso los no católicos, observarán si el nuevo Papa sigue fomentando el diálogo en temas espinosos (como la bioética, la familia o la inmigración) o si adopta una postura más dura. Por ejemplo, gobiernos de la Unión Europea han colaborado con el Vaticano de Francisco en la respuesta al cambio climático y la acogida de refugiados, encontrando en él un aliado moral. Un Papa que mantenga esa sensibilidad social sería bienvenido por quienes buscan soluciones humanitarias, aunque tal vez inquietaría a sectores más nacionalistas dentro de Europa que quisieran una Iglesia menos involucrada en política. Por otro lado, los católicos europeos más tradicionalistas – particularmente algunos en países como Polonia o sectores de Italia – podrían esperar que un nuevo Pontífice refuerce la identidad católica ante el relativismo secular, retomando banderas culturales que Francisco dejó de lado.

Estados Unidos presenta un panorama peculiar: es a la vez una nación de enorme peso geopolítico y hogar de una de las comunidades católicas más grandes (y divididas) del mundo. La relación entre el episcopado estadounidense y Francisco tuvo momentos tensos, debido a diferencias en prioridades (parte del clero norteamericano criticó al Papa por centrarse “demasiado” en justicia social y poco en doctrina moral tradicional). Los fieles en EE.UU. están polarizados: muchos católicos progresistas valoran la apertura de Francisco hacia grupos marginados y su énfasis en la misericordia, mientras que los conservadores han llegado a verlo con recelo, deseando un giro hacia posturas más ortodoxas en cuestiones como el aborto, la sexualidad o la liturgia. No es casualidad que uno de los cardenales abiertamente opositores a Francisco sea estadounidense (Raymond Burke). Así, tanto la Casa Blanca como el público católico estadounidense seguirán de cerca el perfil del nuevo Papa. Si resultase elegido alguien en la línea social de Francisco, es previsible que la sintonía con la administración Biden y otros líderes occidentales en temas como clima, migración o inequidad se mantenga​. En cambio, un Papa más conservador doctrinalmente podría centrarse en la agenda de libertad religiosa y ética tradicional, alineándose quizá con sectores políticos más conservadores de EE.UU. en la lucha contra el aborto o la defensa de la familia tradicional, pero arriesgando tensiones en asuntos donde Francisco buscó consenso global (como la lucha contra el calentamiento global).

Latinoamérica, por su parte, mira con especial interés esta transición. La región vivió con orgullo la elección de Francisco como el primer Papa latinoamericano, sintiendo una cercanía cultural y una voz en el Vaticano para sus problemas endémicos: la pobreza, la violencia, la injusticia social. Los fieles latinoamericanos esperan que el próximo Papa no dé la espalda a esa perspectiva de Iglesia “pobre para los pobres” que Bergoglio personificó. Líderes políticos en países de mayoría católica (Brasil, México, Filipinas, etc.) saben que el Papa posee una enorme autoridad moral sobre millones de ciudadanos. Un Pontífice que continúe abogando por la justicia social, la protección de la Amazonía y la paz en zonas de conflicto (como hizo Francisco mediando en Colombia o Venezuela) sería recibido con entusiasmo en estas tierras. En contraste, si el papado se inclinara a un perfil más eurocéntrico y doctrinal, algunos temen que las causas sociales pierdan ímpetu en la agenda eclesial. No obstante, incluso en Latinoamérica hay divisiones: la ola creciente de iglesias evangélicas hace que algunos gobiernos vean con buenos ojos a un Papa que refuerce la identidad católica tradicional para frenar la sangría de fieles hacia otras confesiones.

En África y Asia, continentes donde el catolicismo crece rápidamente, las expectativas son igualmente altas. África cuenta ya con el 19% de los católicos del mundo y su importancia no deja de aumentar. Muchos sueñan con ver a un Papa africano por primera vez en la era moderna, lo que sería un reconocimiento poderoso a la vitalidad de esas iglesias. Independientemente de su origen, se espera que el nuevo Pontífice atienda las realidades urgentes del continente: guerras, pobreza extrema, persecución religiosa (en países donde los cristianos son minoría o donde el extremismo amenaza la convivencia), además de apoyar el desarrollo y la educación. Líderes civiles en África valoran la labor de la Iglesia en sanidad y enseñanza; un Papa comprometido con África podría potenciar esa contribución, e incluso mediar en conflictos olvidados (como Congo, la región del Sahel, etc.). En Asia, donde residen dos tercios de la humanidad pero solo un pequeño porcentaje es católico, la prioridad es el diálogo con culturas milenarias y estados a veces reticentes a la influencia externa. Países asiáticos con minorías católicas significativas —como India, Vietnam, Filipinas, Corea del Sur— desean un Papa que impulse la libertad religiosa y la convivencia pacífica con mayorías no cristianas. En China, los católicos clandestinos rezan por un líder que defienda sus derechos sin poner en peligro el frágil acuerdo con Beijing. Y en Medio Oriente, los cristianos perseguidos en lugares como Siria, Egipto o Irak anhelan que la Santa Sede siga alzando la voz por ellos y fomentando el entendimiento con el Islam para garantizar su supervivencia ancestral en la región.

En síntesis, la elección de un nuevo Papa es mucho más que un ritual sacro: tendrá repercusiones en la diplomacia internacional y en las dinámicas políticas de diversos países. Jefes de Estado y organizaciones globales estarán atentos a las primeras declaraciones y viajes del próximo Pontífice para leer en ellas sus prioridades. ¿Continuará el Vaticano bajo el nuevo liderazgo siendo un actor influyente en causas planetarias como el clima, la migración o la paz mundial? ¿O replegará sus esfuerzos a temas más estrictamente espirituales? Cada región del mundo proyecta sus propias esperanzas en la fumata blanca que anunciará al sucesor de Francisco, reflejando la huella verdaderamente global que tiene hoy la Iglesia Católica.

¿Quién podría suceder a Francisco?
La muerte de Francisco iniciaría un cónclave donde los cardenales elegirían a su sucesor, un proceso tradicional pero cargado de política. Entre los posibles candidatos destacan:

Con el eventual cónclave asomando en el horizonte, la atención se centra en los cardenales papables, aquellos considerados con mayores posibilidades de convertirse en el próximo Papa. Si bien el Espíritu Santo tiene fama de sorprender incluso a los más entendidos —recordemos que en 2013 Jorge Bergoglio era un candidato inesperado para muchos—, ya circulan listas de favoritos elaboradas por vaticanistas y expertos. Estos son algunos de los principales candidatos y cómo cada uno podría influir en el futuro de la Iglesia y sus relaciones internacionales:

Luis Antonio Tagle (Filipinas, 67 años) – Entre los nombres más mencionados destaca el del cardenal Tagle, visto como uno de los herederos naturales del legado de Francisco. Ex arzobispo de Manila y actual prefecto en el dicasterio para la Evangelización, Tagle combina carisma personal, humildad franciscana y cercanía con la gente​

Es conocido por su estilo pastoral sencillo y por su defensa de la justicia social, la inclusión de los pobres y una Iglesia “en salida” misionera. Su elección enviaría un fuerte mensaje: continuidad con la línea reformista y mirada puesta en Asia, continente donde el catolicismo está en expansión pese a ser minoría. En lo geopolítico, un Papa filipino —el primero oriental— podría tender puentes con China (Tagle ha apoyado el diálogo con Beijing) y dar voz a las preocupaciones del llamado “Sur Global”. No obstante, algunos sectores conservadores podrían verlo con recelo por su cercanía ideológica a Francisco. A nivel diplomático, probablemente mantendría las prioridades actuales: cuidado del medio ambiente, migrantes y diálogo interreligioso, reforzando además la presencia vaticana en Asia Pacífico.

Matteo Zuppi (Italia, 69 años) – Arzobispo de Bolonia y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, el cardenal Zuppi es otro fuerte contendiente. Cercano a la Comunidad de Sant’Egidio —movimiento laical conocido por su labor en mediaciones de paz—, Zuppi ha destacado por **promover el diálogo interreligioso y buscar soluciones humanitarias en conflictos internacionales】​

Su perfil evoca en muchos aspectos al del papa Francisco: pastor cercano, con sensibilidad hacia los marginados (ha trabajado con personas sin hogar y enfermos de SIDA) y una espiritualidad centrada en la misericordia. Además, proviene de Italia, algo a considerar dado que curiosamente ningún italiano ha ocupado el trono de Pedro desde 1978. Muchos en Roma verían con buenos ojos “recuperar” el papado para Italia, y Zuppi podría ser la figura de consenso que aúne tradición y renovación. En el plano geopolítico, ya ha tenido protagonismo como enviado papal: Francisco le confió la misión de mediador en Ucrania, donde Zuppi gestionó iniciativas humanitarias y estableció contactos tanto en Kiev como en Moscú​

Esa experiencia sugiere que, de llegar al papado, continuaría utilizando la diplomacia vaticana para tratar de apaciguar conflictos, desde la guerra ucraniana hasta tensiones en África. Con su talante dialogante, es previsible que mantuviese abiertos los canales tanto con Washington y Bruselas como con Moscú y Beijing, siguiendo la tradición neutral de la Santa Sede.

Pietro Parolin (Italia, 70 años) – Si los cardenales buscaran a un experto diplomático y hombre de Curia, el cardenal Parolin sería el candidato lógico. Como Secretario de Estado (cargo equivalente a “primer ministro” vaticano) desde 2013, Parolin ha sido la mano derecha de Francisco en asuntos internacionales y gestión interna. Acumula décadas de servicio diplomático, con logros notables como el rol que jugó en el acuerdo con China sobre obispos, en facilitar la negociación entre el régimen y la oposición en Venezuela, y en el histórico acercamiento entre EE.UU. y Cuba​

Su perfil es moderado y pragmático, lo cual lo convierte en un aspirante de consenso para muchos: conoce a fondo los entresijos del Vaticano y a la vez ha recorrido el mundo como nuncio. Un pontificado de Parolin probablemente reforzaría la línea diplomática tradicional de la Santa Sede, priorizando la construcción de puentes con todos (incluso gobiernos difíciles) y la defensa silenciosa pero tenaz de la libertad religiosa. Internamente, podría seguir con las reformas administrativas de Francisco pero con un estilo más discreto y colegiado. En el debe, sus detractores señalan que Parolin es un “hombre de aparato” más que un pastor de almas, y en un tiempo donde muchos fieles piden cercanía y reformas pastorales, eso podría restarle atractivos. Además, tras un Papa no europeo, algunos cardenales dudarán si es conveniente retornar inmediatamente a un italiano, aunque su experiencia podría pesar más que esa consideración simbólica.

Peter Turkson (Ghana, 76 años) – El nombre de Turkson aparece desde hace años en las quinielas papales. Este cardenal africano, ex prefecto del dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, encarna la fuerza emergente del catolicismo en África. Se le reconoce por su compromiso con la doctrina social de la Iglesia, abogando por la justicia económica, la paz y el cuidado de la creación, causas que lideró durante su servicio en el Vaticano. Fue uno de los principales colaboradores en la redacción de Laudato si’, lo que evidencia su sensibilidad ecológica. La elección de Turkson sería histórica: el primer Papa africano en más de 1.500 años, enviando un poderoso mensaje de universalidad y reconocimiento al crecimiento de la fe en el hemisferio sur​

A nivel internacional, un Papa ghanés podría tener un impacto importante en las relaciones con el mundo en desarrollo, dando prioridad a temas de desarrollo sostenible, lucha contra la pobreza y mediación en conflictos africanos. Su profunda fe y moderación doctrinal lo hacen aceptable para distintos sectores, aunque su edad juega en contra (tendría casi 80 al terminar la década). En un cónclave, donde muchos electores preferirían un papa con energía para un pontificado largo, Turkson debería convencer de que su experiencia vale más que su edad. Si fuera elegido, cabría esperar una diplomacia vaticana muy activa en Naciones Unidas y foros internacionales, alzando la voz moral de la Iglesia por los desfavorecidos del Sur Global, en continuidad con la línea de Francisco.

Robert Sarah (Guinea, 79 años) – Para algunos, el próximo Papa debería corregir el rumbo “excesivamente progresista” e imponer más disciplina doctrinal. En ese ala conservadora, el cardenal Robert Sarah aparece como figura prominente. Africano como Turkson pero de visión muy distinta, Sarah fue prefecto de la Congregación para el Culto Divino y es conocido por su defensa de la liturgia tradicional (llegó a abogar por la misa en latín de espaldas al pueblo) y por sus críticas directas a ciertas aperturas de Francisco. De hecho, ha cuestionado públicamente iniciativas del actual Papa, como la posibilidad de dar comunión a divorciados vueltos a casar, y advierte contra diluir la doctrina para acomodarse al mundo moderno​

Un pontífice Sarah supondría un giro radical hacia posiciones tradicionalistas: se enfatizaría la ortodoxia moral, la identidad católica contra la secularización y probablemente se congelarían (o revertirían) las reformas orientadas a la sinodalidad y a la flexibilidad pastoral. Esto entusiasmaría a sectores que se han sentido huérfanos bajo Francisco (ciertos grupos en EE.UU., Europa y África que claman por “volver a la sana doctrina”), pero podría profundizar divisiones internas en la Iglesia. Además, su avanzada edad y perfil polarizante restan probabilidades reales a su candidatura​

No obstante, su presencia en el cónclave ejercerá influencia: podría inclinar votos conservadores hacia algún candidato más joven de visión similar. En cuanto a impacto global, un Papa tan férreamente conservador podría tensionar las relaciones de la Iglesia con el mundo occidental liberal (por ejemplo, confrontando legislaciones sobre aborto, matrimonio homosexual, ideología de género), mientras sería aplaudido por líderes nacionalistas-religiosos. Su relación con el Islam también sería incierta, dado que ha advertido sobre los peligros del extremismo islámico en África. En definitiva, es el candidato del “péndulo” opuesto a Francisco, y su hipotético papado implicaría focos distintos de confrontación en la arena internacional, priorizando la defensa de los valores tradicionales incluso a costa del diálogo con ciertas agendas globales.

Otros nombres en el panorama papable: Además de los anteriores, el Colegio Cardenalicio cuenta con potenciales outsiders cuyo perfil podría emerger durante el cónclave. Se menciona, por ejemplo, al húngaro Péter Erdő (71 años), arzobispo de Budapest, respetado canonista de línea moderada-conservadora y con amplia experiencia sinodal; al portugués Manuel Clemente (75 años), patriarca de Lisboa, o al canadiense Marc Ouellet (80 años), cercano a Benedicto XVI, aunque su edad prácticamente lo descarta​

También figuran cardenales de América Latina como el brasileño Odilo Scherer (74 años), arzobispo de São Paulo, considerado moderado, o el español Juan José Omella (77 años), arzobispo de Barcelona, muy alineado con las reformas de Francisco​. Sin embargo, gran parte de estos candidatos secundarios enfrentan el factor edad o menor reconocimiento global.

Cabe recordar que la mayoría de los cardenales electores (menores de 80 años) fueron nombrados por Francisco: actualmente son 127 con derecho a voto, de los cuales 92 (un 72%) llevan el capelo rojo por decisión de Bergoglio​. ​En teoría, esto podría favorecer la elección de alguien que continúe su línea pastoral. Pero la historia de los cónclaves muestra sorpresas: tras papados transformadores, a veces los purpurados optan por perfiles contrastantes, como un péndulo que se mueve al otro lado​. Es decir, el hecho de que Francisco haya influido en la composición del cónclave no garantiza un “Francisco II”. De hecho, algunos analistas sugieren que un pontificado tan prolongado e intenso como el actual podría llevar a los cardenales a buscar ahora un periodo de consolidación y menor agitación, quizá con un Papa más institucional que carismático​. La elección reflejará las divisiones internas entre progresistas y conservadores, determinando si la Iglesia sigue el camino de la reforma o regresa a posturas más rígidas.

Perspectivas a futuro: ¿continuidad progresista o retorno conservador?

La gran incógnita que acompaña la llegada de un nuevo Papa es si la Iglesia Católica profundizará el rumbo emprendido por Francisco o si, por el contrario, dará un viraje hacia posturas más conservadoras. En juego no solo está el legado del Papa latinoamericano, sino también la capacidad de la Iglesia para responder unida a los desafíos de nuestro tiempo.

Si el sucesor de Francisco resulta ser de línea progresista o continuista, es previsible que se consoliden muchas de las tendencias actuales. Esto implicaría mantener a la Iglesia enfocada en ser “hospital de campaña” para la humanidad herida, priorizando la misericordia sobre el legalismo. Seguirían en marcha iniciativas como la descentralización mediante la sinodalidad, otorgando mayor voz a las conferencias episcopales locales y a los laicos en la toma de decisiones. Un Papa progresista seguramente continuaría el énfasis en temas sociales: reforzaría el compromiso con la lucha contra el cambio climático, tal vez convocando nuevos esfuerzos globales tras Laudato si’; intensificaría la defensa de migrantes y refugiados en foros internacionales; y mantendría la mano tendida hacia otras religiones y hacia grupos frecuentemente marginados (como ocurrió con el acercamiento de Francisco a personas divorciadas, a personas LGBT en cuanto a pastoral de acogida, etc.).

En este escenario continuista, la diplomacia vaticana probablemente perseveraría en su estilo actual: neutralidad activa, es decir, no alinearse con ningún bloque geopolítico pero estar presente en todos los diálogos importantes. Por ejemplo, seguiría buscando vías para la paz en conflictos como Ucrania, Siria o Yemen, aunque sean esfuerzos a contracorriente. También mantendría abiertos los difíciles canales con China, con la esperanza de mejorar la situación de la Iglesia allí paso a paso. Con las potencias occidentales, un Papa en esta línea cooperaría en causas comunes (clima, pobreza, desarme nuclear) pero a la vez no dudaría en criticar tanto al capitalismo salvaje que genera exclusión como al populismo xenófobo que niega solidaridad. En pocas palabras, sería una Iglesia más profética en lo social, aunque eso incomode a poderosos, y dispuesta a dialogar pastoralmente sobre temas internos peliagudos (como el celibato opcional, el papel de la mujer —quizá abordando el diaconado femenino—, etc., debates que Francisco abrió tímidamente).

En cambio, si el nuevo Pontífice se inclina a una postura conservadora o tradicionalista, podríamos asistir a un período de cierta restauración. La prioridad volvería a ser la identidad doctrinal clara, corrigiendo lo que algunos perciben como “ambigüedades” del periodo anterior. Un Papa conservador probablemente enfatizaría la enseñanza moral católica en asuntos de familia y bioética de forma más confrontativa con la cultura secular. Podría frenar la corriente aperturista en temas internos: por ejemplo, relegando las propuestas nacidas del sínodo sobre la sinodalidad a simples consultas sin cambios legislativos, reafirmando la centralidad del Papa en el gobierno de la Iglesia. Igualmente, podría endurecer posturas en cuestiones como la liturgia (favoreciendo celebraciones más tradicionales) y poner límites más estrictos a las interpretaciones progresistas de la doctrina (marcando un alto a cualquier discusión sobre ordenación de hombres casados en zonas remotas, o bendición de uniones no convencionales, etc.). Esta orientación buscaría reconciliar a los católicos descontentos del ala tradicional, incluso a costa de enfriar el entusiasmo de sectores reformistas.

En la esfera internacional, un pontificado marcadamente conservador sería diferente en matices. Es probable que mantenga el compromiso en asuntos humanitarios —ningún Papa dejaría de clamar por la paz o de ayudar a los pobres—, pero tal vez con otro acento. Podría alzar más la voz sobre la libertad religiosa allá donde los cristianos son perseguidos (en China, Oriente Medio, Nigeria), incluso si eso incomoda a regímenes con los que Francisco fue cauteloso. No extrañaría que un Papa de esta línea estableciese una relación más estrecha con gobiernos y líderes políticos conservadores alrededor del mundo, quienes verían en él un aliado en la batalla cultural contra el relativismo. Por ejemplo, podría haber mayor sintonía con visiones nacionalistas-religiosas en Europa del Este o con movimientos provida en América. Sin embargo, tendría que equilibrar eso con la misión universal de la Iglesia: un riesgo de politizar en exceso el papado hacia la derecha podría ahuyentar a fieles más jóvenes o de regiones donde la Iglesia convive con sociedades plurales. Además, el legado social de Francisco es ya significativo y probablemente irreversible en ciertos aspectos básicos, pues incluso muchos obispos nombrados por él comparten la necesidad de una Iglesia cercana y misionera​. Un Papa conservador quizás administre un freno pero difícilmente podría dar un volantazo completo sin provocar tensiones severas en el cuerpo eclesial.

La relación del próximo Papa con las grandes potencias también variará según su perfil. Un líder en continuidad con Francisco mantendría la mano extendida a todos, sin favorecer a uno u otro: criticaría tanto las políticas anti-inmigrantes de Occidente como las violaciones de derechos humanos en Oriente, tanto el materialismo consumista capitalista como el autoritarismo ideológico. Si en cambio es un líder más conservador, podría mostrarse más combativo con ciertas tendencias de Occidente (por ejemplo, enfrentándose verbalmente a leyes sobre aborto o matrimonio igualitario, lo que podría tensar la relación con la Unión Europea o Canadá), mientras adopta una postura más solidaria con países que promueven “valores tradicionales” (podríamos imaginar una cercanía retórica con, digamos, líderes de Polonia o con discursos del gobierno ruso en defensa del cristianismo tradicional, aunque sin avalar sus políticas bélicas). Con China, un Papa conservador tal vez endurecería el discurso sobre la falta de libertades, poniendo en riesgo el precario acuerdo diplomático, o por el contrario podría seguir la realpolitik marcada por Parolin de no confrontación abierta. Todo dependerá de la personalidad y visión estratégica del nuevo Pontífice.

Por último, hay que considerar el impacto en la comunidad católica global. El pueblo católico, disperso en culturas y sensibilidades muy diversas, vivirá esta transición con mezcla de emoción, temor y esperanza. Un Papa continuista seguramente reforzaría el entusiasmo de quienes han aplaudido los cambios de esta década (jóvenes comprometidos con causas sociales, mujeres que piden más espacio en la Iglesia, minorías antes excluidas). Pero al mismo tiempo podría decepcionar a esa minoría tradicionalista que ansía “mano dura” doctrinal —aunque, como señaló recientemente el biógrafo Austen Ivereigh, hoy día la gran mayoría de obispos y cardenales ve el camino pastoral y sinodal como “el único viable y deseable”, quedando pocos realmente opuestos a ello​. En cambio, un Papa de giro conservador alegraría inicialmente a esos círculos tradicionales, pero correría el riesgo de desencantar a muchos que encontraron en Francisco un aire fresco. Algunos católicos temen incluso que un marcado retroceso pudiera agravar divisiones internas o alimentar movimientos cismáticos en los extremos ideológicos.

En términos de estabilidad política en ciertos países, el papel del Papa no es menor. Pensemos en lugares donde la Iglesia es factor de equilibrio: en varios países latinoamericanos, obispos mediaron entre gobierno y oposición en crisis recientes (Venezuela, Nicaragua, etc.). Un Papa visto como neutral y dedicado al bien común facilita esa labor de puente. Si el nuevo Papa gozara de la confianza general por su imparcialidad y preocupación social, podría seguir aportando a la estabilidad en esos contextos. Por el contrario, si fuera percibido como alineado con una facción o ideología, la Iglesia local podría perder autoridad moral para arbitrar en conflictos. En naciones africanas o asiáticas donde los católicos son minoría vigilada, un Papa moderado que cultive el diálogo (como Francisco con Islam) ayuda a proteger a esas comunidades; uno confrontacional podría ponerlas en aprietos si sus palabras se toman como ofensivas. Incluso en Europa, la actitud papal influye: por ejemplo, durante la crisis de los refugiados sirios, la claridad de Francisco inspiró políticas de acogida en Alemania y otros países; un cambio de tono en ese liderazgo moral tendría consecuencias reales en las decisiones de algunos gobiernos.

En conclusión, la Iglesia Católica afronta una encrucijada histórica. La llegada de un nuevo Papa se da en un momento de grandes transformaciones y retos globales. La dirección que tome el próximo pontificado repercutirá no solo puertas adentro de la Iglesia, sino en la escena mundial: desde los despachos de los poderosos hasta los rincones más pobres donde la palabra del Papa es consuelo y esperanza. ¿Seguirá la barca de Pedro avanzando con el viento renovador del espíritu del Concilio Vaticano II que Francisco revitalizó, o buscará anclar en puerto seguro refugiándose en tradiciones del pasado? Pronto, con la fumata blanca elevándose sobre la Capilla Sixtina y el Habemus Papam resonando, el mundo obtendrá la respuesta. Mientras tanto, la espera se vive con expectativa y oración, sabiendo que el rumbo que tome la Iglesia en esta elección podría marcar el curso de la fe de mil doscientos millones de personas —y también influir, de un modo u otro, en el devenir de la humanidad

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